Muchos viajeros dicen que Mérida (ya sea por las fachadas de sus casas, por su origen étnico o sus aspiraciones culturales que miraban a Europa al momento de su fundación) se parece a Cuba; pero me da la impresión de que Mérida se parece a Mérida.
Cuando te adentras en el Paseo Montejo, la influencia francesa de las casas, te enamoran de día, pero con la iluminación de noche te hacen soñar. A pesar de esto, permanezco poco tiempo en la ciudad. Tomo la camioneta rumbo al sur, por la carretera hacia Chetumal.
Después de una hora aproximadamente (cerca de 40 kilómetros de viaje), el contraste del azul y los tonos de café te indican que te encuentras en “la bandera de los mayas”: Mayapán, cuatro kilómetros de enormidad abrazados por una muralla. Miro las imágenes de la Plaza Central, la estructura administrativa que se asemeja al observatorio de Chichén Itzá y el Castillo de Kukulcán, templo en cuyo costado hay pinturas solares del estilo mixteca.

VISLUMBRE SUBTERRÁNEO
Comento a Pedro, el guía, que regresaré a Mérida para partir al día siguiente a Uxmal. “Entonces tendrás tiempo hoy de refrescarte en el cenote Nah-Yah”, propone. Me niego de entrada. ¡Pero caí! En medio de un territorio irregular, se escuchan cantos de golondrinas. Y si te asomas con cuidado, apoyándote en el barandal, puedes observar los nidos que cuelgan del techo, las lianas y esa cortina solar que tienta la superficie líquida y la esculpe hacia unos 30 metros hacia el fondo del cenote. No resisto, tomo el visor, las aletas y el esnórquel que los miembros de la empresa Maya Amazing Adventures me ofrecen, y nado sin darme cuenta del tiempo.

SIN TREGUA
A la mañana siguiente, me dirijo hacia Uxmal. En aproximadamente un hora arribamos al sitio que desde 1996 forma parte del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
Las áreas conocidas como Cuadrángulo de los Pájaros y Cuadrángulo de las Monjas nos dicen que los antiguos mayas concebían la Tierra como un espacio precisamente contenido en cuatro ángulos de 90 grados.
Pedro me lleva al Juego de Pelota. “Recuerda que el Popol Vuh menciona que el perdedor era sacrificado”. Solo asiento con la cabeza, miro los guardianes del área (varias iguanas enormes, casi pétreas) y terminamos el recorrido frente a un trono con dos cabezas de jaguar, yo resoplando y bebiendo mucha agua.

EL FLUIR
Al día siguiente, Pedro llega entusiasmado: “hoy conocerás Celestún”. A más de 90 kilómetros hacia el poniente de Mérida, nos reciben los manglares, con sus pelícanos y patos, así como las estrellas del turquesa y azul de fondo: los flamencos. Me da la impresión de que el universo acuático que tocan sus patas los anima a presumir su plumaje rosado —tonalidad debida al caroteno que contienen los pequeños gusanos de los que se alimentan— para embellecer aún más, mediante el contraste, un entorno que les pertenece.
En un instante de quietud, los destellos de la superficie de la ría me recuerdan los contornos de las pinturas de Mayapán y Uxmal, así como los mantos luminiscentes de los cenotes.
“Mi intención no era desviarte de tu ruta, sino mostrarte que hay mucho más que sitios arqueológicos”, me dice Pedro al tiempo que ayuda a subir las maletas al taxi. Le agradezco con un fuerte apretón de manos y pido al conductor que me lleve al aeropuerto de Mérida. Se anuncia el ocaso.
Fuente: México Desconocido

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