
Entre la esperanza y la indiferencia
Por Edel López Olán
Imaginen comenzar su jornada laboral a medio desayunar. Cansado. Triste. Desilusionado en ocasiones, comienzas tu jornada con la ilusión de aprender algo más; con la ilusión de que todos tus años de esfuerzo fructifiquen para ti, para tu comunidad, para tu país.
Así es la vida de la mayoría de los médicos residentes de México, un país que lentamente socava la consciencia de los jóvenes al ver como sus oportunidades, en ocasiones, se reducen a permanecer en un sistema corrupto, de baja remuneración y amafiada con los sindicatos en casi todas sus esferas. Sí, la vida del médico residente es una carrera de resistencia que lentamente deja a los que ven en las largas jornadas de trabajo un catalizador al abandono dentro de un sistema que los observa como un número estadístico y no como la materia prima del mañana. Así de lamentable es el valor que el da el cariño a una profesión un sistema tan extraño como paradójico.
Pero dejemos atrás las cuestiones políticas y sociales de un país, hablemos del médico, el ser humano, el profesionista. México se ha convertido en un semillero de grandes médicos que se forman en cada uno de los brazos del sistema de salud mexicano. Muchos médicos, desde su titulación de la carrera, viven casados con la exigencia de una ciencia médica cada vez más demandante, por lo tanto, es inconcebible que, en un país con tantas lagunas en la materia, se encuentre sumergido aparte de las largas horas de presión y malos tratos, a los peligros que existen ahí, a unos pasos de sus centros de trabajo en un increíble desdén por parte de las autoridades.
La muerte de Carlos Cruz, un médico residente del Hospital General “La Raza” del Instituto Mexicano del Seguro Social, golpeó en este fin de semana en otra de las notas de violencia de nuestro país. Al parecer, según las investigaciones iniciales de la PGR, el médico murió gracias a una riña que se registró con varias personas, descartando el móvil de robo. Sin embargo, la noticia de un robo en un país como México, se vuelve irrelevante. La muerte de un joven de tan solo 28 años, estudiando y trabajando por largas horas es lo nos sigue moviendo las fibras más profundas de nuestra consciencia.
¿Dónde se encontraban las autoridades? ¿Cuántos jóvenes más deben morir en manos de la indiferencia de nuestras autoridades? ¿Cuántos jóvenes como Carlos deben estar ahora en una estadística para que el gobierno, de cualquier estado, tome consciencia de la seguridad de nuestro entorno?
Es evidente que los problemas de inseguridad en México se convierten en un tema de muy largo plazo y que obviamente nadie tendrá la varita mágica para resolverlo, sin embargo, en un Centro Médico Nacional como el de “La Raza”, el no tener una vigilancia continua es un completo acto de desdén, que por el momento, derivó en una desgracia que ha inundado a muchas familias del vecino estado de Oaxaca.
La muerte de Carlos, por la razón que sea, habla de una equivocada acción por parte de las autoridades conforme a la revisión de todos los protocolos de salvaguarda y protección de todos los empleados, médicos, pacientes, y familiares del hospital más concurrido del Instituto Méxicano del Seguro Social.
Ahora y como todos los días, debemos enlistar una preocupación más a la lista de situaciones que socavan nuestra psiquis: Nuestra propia protección. Carlos, pensó que el ir a desayunar fuera del hospital (según las declaraciones de sus compañeros) los sacaría de la rutina en ocasiones mortal que viven todos los médicos residentes del país. Carlos vio en lo rayos del sol una forma de encontrar ese reducto de paz que le entregaba el entorno sobre su rostro y que le devolvían, seguramente, esa esperanza a una carrera tan noble como demandante. Carlos, como muchos jóvenes más en este país, deben salir a las calles a luchar por su futuro y ahora, por su vida.
La muerte de un joven de nuevo detona esa necesidad de respuestas que tenemos todos los mexicanos en un país que se ahoga, como Carlos, entre la esperanza y la indiferencia.
Hasta la próxima.

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