Texto original: Pedro Conde (El Nacional)
A pesar de la política exterior aislacionista del nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, las relaciones internacionales están signadas por el predominio de este país a causa del peso político que le proporciona la superioridad tecnológica, económica y militar. En gran medida, Estados Unidos se considera con el derecho de vigilar todo lo que sucede en el mundo, máxime si ello podría afectar su seguridad nacional, por ello, tiene algo así como unas tenazas al globo terráqueo con siete flotas presentes en los principales océanos y mares de la Tierra. Se ha erigido en una especie de supra-Estado que pretende buscar armonía internacional, evitar conflictos, imponer maneras de actuar a los demás estados. Para ello, trata de evitar proliferación nuclear, estar presente en cuanto conflicto regional estalla, tratar de que su legislación sea acatada por las demás naciones y hacer caso omiso de las decisiones de los organismos internacionales, como acaba de suceder con el pacto sobre el recalentamiento climático acordado en Paris. Esto es, en evidente contradicción busca una pretendida armonía internacional, pero contribuye a la anarquía cuando desobedece dictámenes de organismos internacionales que no concuerdan con el sentido de sus intereses.
Este rol autoasignado de vigilante mundial lo ha desempeñado mediante la práctica de diversas doctrinas militares: antes del 11 de septiembre de 2001 (Torres Gemelas), reinaba la doctrina Powell, secretario de Estado de George Bush, mediante la cual se establecía el uso masivo y eficiente de todo el poderío militar para sofocar cualquier conflicto que pudiese afectar, según Estados Unidos, sus intereses, doctrina que se ha aplicado en ciertos casos y sigue vigente para nuevos, como el nuestro.
Después de la mencionada fecha, se elaboró otra doctrina, complementaria, “the preemptive war”, en nombre de la cual Estados Unidos se abroga el derecho de intervenir en otra nación, derrocar su gobierno, si con ello elimina una perturbación que molesta sus intereses estratégicos (casos Irak, Afganistán y otros). Y de acuerdo con las circunstancias, define los llamados “ejes del mal”, uno muy famoso por su repercusión internacional fue: Irán, Irak, Corea del Norte, imbuido de la doctrina Powell. En parte, se trata de justificar la existencia del complejo militar –industrial financiado por el gasto público y mantener así a flote la economía. Es una peligrosa desviación guerrerista del gasto público, que tenía una partida genérica para un presunto Bono de la Paz si se derrumbaba el imperio soviético; cayó este, pero no se materializó el bono. Se dice que podría haber uno relacionado con Venezuela; habría que preguntar lo específico del bono.
La política exterior de Estados Unidos no contempla los derechos humanos, lo que, por lo demás, es contradictorio con su política de expandir la democracia, el modelo estadounidense: en una parte del mundo apoya y se alía con dictaduras, monarquías petroleras, para atacar Afganistán, derrocar su gobierno talibán y, en otra parte, auspicia la democracia, como en América latina, aunque pareciera que ha cambiado un poco el concepto de democracia al sufrir enmiendas en aras de la seguridad nacional, como ejemplo, la ley patriótica (Patriot Act).
En su lucha contra el terrorismo, se piensa que hay cierta exageración que deja ver más bien un enfrentamiento contra el islamismo y no contra el fundamentalismo religioso y político, es decir, muchos creen que se trata de una “guerra entre civilizaciones”, lo que conlleva a que todo el que se considere perteneciente a la cultura judeo-cristiana, a la civilización occidental, tiene que cerrar filas junto a Estados Unidos en este enfrentamiento con el “Diablo”, como dicen los sectores recalcitrantes.
Por el lado fundamentalista islámico, con una interpretación muy sectaria, sui géneris, del “Korán”, se pretende que todos aquellos pueblos, que no comparten esta comprensión, son “infieles”, incluyendo los moderados islámicos, y encabezados por “Satanás”, esto es, Estados Unidos. De modo que demencialmente ambos bandos combaten a un presunto originario del “Mal” que toma, para unos, la forma de fundamentalismo islámico, una cara de la moneda, y, la otra, según otros, el “sionismo”, el capital financiero, los valores y costumbres occidentales, que también antagoniza Putin, los rusos, al referirse despectivamente a “Occidente”.
En este enfrentamiento es donde aún tiene mucha importancia geopolítica el petróleo (Das Blut del Welt, La Sangre del Mundo, según la revista alemana Der Spiegel). Estados Unidos tenía hasta hace 15 años alrededor de 3% de las reservas mundiales de petróleo e importaba el 50% de su consumo diario; del Medio Oriente provenían 3 millones de barriles diarios, lo cual era un dolor de cabeza, puesto que esta zona del mundo es muy conflictiva y en cualquier hostilidad se interrumpe el flujo petrolero, mejor dicho, se consideraba preocupante esa dependencia del Oriente Próximo.
Por ello, Venezuela era un país estratégico para los intereses de Estados Unidos, pues tiene suficientes reservas petroleras, dicen que las mayores del mundo. Abastecerse aquí, en parte, era esencial, pero dada la política petrolera instrumentada por Chávez, se aceleró la aspiración en Estados Unidos a lograr la independencia energética, por lo que mediante la investigación científica inició la explotación del petróleo y gas de esquisto, cuyo costo unitario, cada barril, ha ido disminuyendo al introducir nuevas técnicas. Por esta fuente, la producción petrolera estadounidense ha aumentado hasta casi 11 millones de barriles diarios, de los cuales 5 millones provienen del esquisto.
Por eso, Estados Unidos no estaba interesado, quizá, en qué tipo de régimen imperaba en Venezuela (se notaba indiferencia de Bush y Obama), con tal de que se le garantice el suministro petrolero, lo cual concuerda con sus intereses. Pero, como ha logrado acercarse a la independencia energética con esquisto, ya no es el petróleo venezolano tan estratégico geopolíticamente para Estados Unidos, se perdió la ocasión de que lo siguiera siendo. En esta óptica es como deben analizarse los posibles sanciones económicas que impactarían los ingresos fiscales del gobierno, no de los venezolanos, como quieren hacer creer ciertos medios y comunicadores, puesto que a pesar de la mayor bonanza petrolera siguen las carencias hospitalarias, recrudecimiento de epidemias tropicales, deterioro de la infraestructura, ha bajado el nivel de vida, aumentado las lacras sociales, descuido de la educación, etc.
Pero, no convienen a Estados Unidos perturbaciones ni convulsiones sociales aquí, como tampoco en ninguna parte del mundo, ya que la conflictividad venezolana, ideada y ejecutada en parte por Cuba, tiene repercusiones evidentes en los países vecinos y en toda Latinoamérica, sobre todo, si se llega a una guerra civil, pues sería un campo de batalla donde concurrirían parte de las FARC, el ELN, de Colombia, guerrilleros de todo el continente, apoyados por los del Oriente Medio: Hamas, Hezbollah, iraníes, parte de FAN, paramilitares, etc. En otras palabras se gestaría otro Vietnam, pero casi a las puertas de Estados Unidos, poniendo en riesgo su seguridad nacional en muchos aspectos. Este escenario lo avizora el oficialismo. Chávez siempre amenazaba con la “revolución armada”, dejaba entrever esta opción, y muestra, además, la desigualdad de la lucha actual, por lo cual Venezuela sigue siendo un país estratégico para el norte, podría instrumentar sanciones más severas, aunque no iguala la logística de ambos bandos en confrontación. Es más: al instalarse aquí un régimen presuntamente democrático, podría haber más infiltración islámica fundamentalista, mientras muchos de los corruptos agazapados salen con el nuevo gobierno a robar y se abandonan las promesas. Muchos en el exterior se preguntan: ¿qué quieren los venezolanos finalmente hacer con su país?

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