Narrativas post Covid: «Sigo luchando contra las secuelas»

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Por Manu Areste y Andrea Vega (Animal Político)

Es medianoche, pero a Arely le cuesta dormir. Siente que sus músculos deteriorados y frágiles le duelen. Que la cabeza le va a explotar por la migraña. Y que la piel, con el simple roce de las sábanas, le quema.

Hace entonces el amago de levantarse, pero un calambre le propina un latigazo en las piernas y brazos, y la tumba de vuelta en la cama.

Los latidos del corazón se le disparan y suda frío. Es la taquicardia por el estrés de una mente fatigada, de un cuerpo adolorido y debilitado, y de un sistema inmunológico saturado, bajo amenaza desde hace nueve meses.

Arely Melo dio positivo a COVID el 27 de marzo, cinco días después de regresar de un viaje por África. El virus hace tiempo que abandonó su organismo, pero le sigue provocando estragos.

“Cuando te dicen que ya no tienes COVID, cantas victoria. Te dices: uuuf, ya la libré. Voy a recuperar mi vida”, dice Arely.

Pero esa vida no ha vuelto. Y no sabe si va a volver. Lleva perdidos 12 kilos de masa muscular y no puede hacer ejercicio, una de sus pasiones. Tampoco puede regresar a trabajar con normalidad por las migrañas constantes y el cansancio crónico. Y traspasar la puerta de su casa se ha convertido en un suplicio por las crisis de ansiedad frente al miedo a volverse a contagiar.

“La COVID es una enfermedad bien perra”, resume Arely con una risa resignada, agotada. “Te puede atacar por muchas partes y te puede dejar muchas secuelas hasta meses después de haber dado negativo. Por eso no se me ocurre otra palabra para definirla: es una enfermedad muy cabrona”.

Ataque múltiple

El doctor Juan Luis Mosqueda, director general del Hospital de Alta Especialidad del Bajío, del IMSS, no lo expresa de forma tan gráfica como Arely. Pero durante la entrevista con Animal Político viene a plantear lo mismo: que la COVID no tiene palabra. Que es altamente impredecible. Y que aun falta mucho camino para entenderla.

“Creíamos que solo afectaba a las vías respiratorias y a los pulmones. Pero ya estamos viendo que no, que también está afectando a otros órganos como el corazón, el cerebro, o los riñones”, expone el médico, que subraya otro dato que ya expuso Arely: que para miles de personas, la COVID no se acaba cuando la prueba PCR da el ansiado negativo.

Las estadísticas así lo muestran: de 291 mil casos confirmados COVID atendidos por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) hasta el corte del 28 de octubre pasado, 44 mil pacientes quedaron con alguna secuela. Y de estos, alrededor de 2 mil 200 personas tuvieron complicaciones severas y necesitaron terapias de rehabilitación.

Estas cifras las da en entrevista otro doctor: José Delgado García, jefe de la División de Unidades de Rehabilitación del IMSS.

Delgado matiza dos puntos: el primero, que estos datos son “genéricos”, puesto que aun no hay información precisa. Y el segundo: que la mayoría de los casos de COVID que atendieron en el IMSS, entre el 75 y el 80%, no tuvieron secuelas graves.

Pero después admite que, en efecto, los números también reflejan que casos como el de Arely no son tan aislados, y que miles de personas que superaron el virus continúan batallando con sus secuelas a mediano y largo plazo, y que incluso algunas de esas personas tendrán que hacerlo de por vida.

Entre las secuelas de la COVID más comunes, enlista el doctor, están las relacionadas con la pérdida de capacidad respiratoria, en casos leves y moderados, hasta fibrosis pulmonar en casos graves, en los que el daño es irreversible. Además, en algunos pacientes que fueron intubados puede presentarse problemas para pasar alimentos o bebidas, y en la voz.

Aunque la lista de secuelas se está ampliando a medida que avanza la pandemia.

“El paciente también puede presentar afectaciones en el corazón, como arritmias, que son lesiones secundarias derivadas del daño pulmonar severo”, plantea José Delgado.

“Y cuando hay afectaciones al corazón -advierte-, se producen afectaciones en prácticamente todo el organismo”.

En casos en los que el paciente estuvo internado en terapia intensiva durante 14 o más días también pueden darse tromboembolias que, dependiendo del lugar donde se forme el coágulo sanguíneo, pueden ser de menor o mayor gravedad: los de mayor riesgo son en el cerebro o en el corazón.

Otras secuelas pueden ser las neuropatías -dolores de cabeza intensos y constantes-, pérdidas de masa muscular importantes, hasta el punto de afectar a la función del músculo, pérdida prolongada del olfato y el gusto –“hay pacientes que no los llegan a recuperar”-, señala el doctor José Delgado.

Hay casos en los que la COVID genera “deterioro cognitivo importante”, con pérdida de memoria y deficiencia en la atención y en la velocidad de procesamiento mental, por la inflamación del cerebro.

“Mi infierno no ha terminado”

Dafnet Pedraza, de 29 años, ríe resignada al otro lado del teléfono. Dice que casi todas las secuelas de la lista del doctor Delgado le resultan familiares. Que las ha padecido, o que las está padeciendo.

Dafnet se contagió de COVID un 17 de mayo, luego de que su mamá fuera “la paciente cero” en su casa. Después le tocó el turno a su padre. Pero ambos tuvieron solo síntomas leves.

A ella fue a la que le tocó más fuerte: “Desperté un día con un dolor de cabeza que no podía soportar. ¿Recuerdas esa escena fortísima de Game of Thrones donde un tipo le destroza el cráneo a otro con sus manos? Pues así me sentía”.

Luego empezaron los dolores de espalda a la altura de los pulmones, las dificultades para respirar, las descargas eléctricas, la pérdida del gusto y del olfato, y el cansancio extremo.

Dafnet duró más de un mes y medio con el virus. Y, cuando al fin salió negativo, la tregua fue muy corta, de apenas tres días. A partir de ese entonces, regresaron los dolores de cabeza y la fatiga, y lo peor: aparecieron “secuelas inimaginables”.

La más grave, una pericarditis por inflamación del corazón que la hacía sentir exhausta las 24 horas –“sentía como si tuviera un elefante sentado en mi pecho”- y que se le durmieran las extremidades.

Cuando los médicos de instituciones privadas con los que se atiende lograron controlar la pericarditis, empezaron a intensificarse las neuropatías: migrañas, quemazón en piernas y brazos, y en la cara; mareos y pérdidas de memoria momentáneas.

Dafnet empezó también a tener problemas gastrointestinales con episodios de diarrea, alternados con periodos de estreñimiento -lleva perdidos 25 kilos-. Y el pasado mes de septiembre empezaron a salir “más cosas increíblemente raras”.

“Por ejemplo, yo casi no como carne, pero comenzó a salirme que tenía el ácido úrico y el colesterol súper alto. Incluso, un día la doctora me preguntó si tomaba algún suplemento alimenticio con cloro, porque también lo tenía muy alto. Algo rarísimo”, expone.

El virus le ha modificado también el periodo menstrual, hasta el punto de que ahora tiene dos en un mismo mes.

“Medio año después, mi infierno aún no ha terminado”, resume la mujer de 29 años, que, además, quedó con estrés postraumático. “Ya casi no salgo a la calle, porque tengo un miedo horrible de volverme a contagiar.”.

El miedo después de la COVID

Romeo Tello, maestro de Literatura de 61 años, dice que vio de cerca la muerte.

Su esposa Julieta y él se contagiaron a principios de mayo. Ella tuvo síntomas leves. Pero él empezó con un ligero dolor de garganta y acabó con una agobiante asfixia.

Llamó al 911 y le pidieron que se hiciera la prueba COVID. Pero hacerla era esperar cinco días por los resultados. Su hija, Irene Tello, lo llevó a que le hicieran una tomografía del pecho. En 20 minutos le dieron los resultados: el virus ya le estaba causando daños en el sistema respiratorio.

Lo ingresaron de emergencia en un hospital de Cuernavaca, Morelos.

Durante dos semanas, Romeo luchó con la única compañía del sonido monótono de las máquinas a las que estaba conectado. “Que te ingresen en un hospital con mucha dificultad para respirar y después de haber leído tantas cosas en los medios, tantas muertes, es aterrador”.

Ahora el virus ya no está en su organismo, aunque le dejó como cicatriz el estrés posterior a estar tan cerca del vacío: “Me ha cambiado la perspectiva de la vida, claro. La idea de la muerte ya es algo muchísimo más familiar, algo más cercano. La sensación de fragilidad fue muy fuerte”.

A su hija Irene le preocupa que su padre, “ahora se paniquea con facilidad”.

“Se mide a cada rato la presión, la temperatura, y nada más le baja tantito el oxígeno y se pone muy nervioso. No en vano él vio la muerte de frente… La tuvo demasiado cerca”.

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